Por Daniel Fischer . Curador . Córdoba . Argentina . 2016
para Kusanagi no Tsurugi . 2016
Un artista debe ser un guerrero, un samurai.
En “batalla”, ir contra todas sus “guerras”, desmontando todas las “verdades”.
Al intuir una certeza, debe sumergirse con crudeza en la marea de sus ideas, con valentía enfrentar sus temores más profundos, como si cortara “las ocho cabezas de la serpiente” y si, y solo así, podrá encontrar en su interior uno de los grandes tesoros para enfrentar la vida: «La espada de la lluvia de las nubes en racimo».
Hace tiempo Guillermo Mena busca con inteligencia e insistencia hallar esa “fortuna”; desmontar la trama del dibujo. Con un carácter inmersivo y compulsivo siente una especial atracción hacia las catástrofes míticas o naturales. Confuso y dudoso ensaya prácticas de la misma manera que las experimenta; Tormenta que acumula nube y se precipita. Tornado que avanza sórdido y violento. Mientras sus blancos son un abismo, los vestigios son un modo de sentir y una plataforma endeble donde Mena parece abrevar un torbellino de grises nostálgicos y tempestuosos.
Marañas como un accidente geográfico dibujado, anidan y sitian los claros de su trabajo. Los morfemas se mezclan con materia y una irritada forma procedimental. Degradar y frotar las superficies hasta abrumarlas, es parte de su manera de representar y pensar, también, la de especular ser, o padecer la vida como una noche oscura; como un inflamado e incierto estallido que permanece e insiste en hacer evidente, lo sombrío.
Hoy en sala con fulgor opresivo y lleno de lirismo, Mena “pulveriza”, una pared de 90 metros cuadrados, como rayo en el mar. En un abrir y cerrar de ojos nos hace testigos, nos incluye y estalla frente al espectador. Con cierta complicidad tizna, hilvana y oblitera imágenes abstractas de su subconsciente. Mientras empaña nuestros ojos, los trazos se desdibujan en un dominio de cierto magnetismo borroso. Quizás, en un intento de involucrarnos y expandir nuestra percepción, tal vez con el propósito emocional de perturbarnos para llevarnos a un éxtasis más allá de nuestra racionalidad.
Así, como el mar se erige como un poderoso símbolo de lo desconocido y preternatural, lo oportuno, lo común y lo conocido colapsan sucumbiendo en el anonimato del vacío.
En sala y de cara al sonido de un violonchelo de Bonamici, Mena intenta que la alquimia de lo audible instituya lo irreconocible. Entre tanto, el soporte cargado de un relato negro y de un dramatismo ardiente brota y se desborda como mar embravecido. La mano sabe, la mano instrumenta la espada de grafito, de carbonilla, de lápiz graso. La mano de Mena entiende, que suspendida flota como boya, que osilante dibuja, rema y abre el agua. También que sin hundimiento posible, pero resistente e invencible, la mano se deja llevar por un profundo rumor de oleaje subjetivo, propio y personal.
por Daniel Fischer
Curador a cargo
Chaco, abril de 2016