No hace falta pasar mucho tiempo en el bosque para experimentar la impresión siempre un poco angustiada
de que “nos hundimos” en un mundo sin límite. Pronto, si no se sabe a dónde se va,
no se sabe tampoco dónde se está.
Gaston Bacherald, La poética del espacio
El efecto de la luz filtrándose a través del follaje fue obsesión de no pocos pintores: Auguste Renoir esparció sus breves manchas blanco amarillas sobre el ropaje de amantes pudorosos y también en el bullicio de un baile veraniego, Juan José Cambre nos dio follajes sintetizados, siluetas oscuras contra un color luz que ya no era amarillo, sino verde violento, rosa encendido, naranja plástico. Josefina Robirosa impregnó sus matas espesas de vegetación con una luz que emana del propio corazón boscoso. El bosque asegura la interrupción de la mirada, la búsqueda de los intersticios exentos de tronco y de follaje, los ojos claros que se abren en la penumbra olorosa que el bosque provee.
Guillermo Mena regresa al bosque pero no para pintarlo sino para filmarlo. Conoce el sitio: pertenece a su infancia. El desplazamiento entonces es volver sobre los pasos de quien fue en otras épocas. El arte tiene sus recursos para hacer pretéritas las imágenes: Mena obtiene el registro de su caminata en color y realiza la conversión a blanco y negro. No se trata sólo del recurso de “volver pasado”, sino que hay aquí un dibujante: Guillermo Mena carboniza las imágenes fílmicas. Y crea con carbón (que él mismo fabrica) imágenes de catástrofes inminentes: tormentas, llamaradas, inundaciones, una energía ascendente que engendra en lo oscuro la promesa de la luz -allí también, en las superficies aterciopeladas y rugosas del carbón exprimido contra la pared, se abren ojos blancos e intersticios-. Mena superpone los registros fílmicos del bosque y acentúa la sensación de extrañeza; zonas quemadas por la luz, brillos desencajados de la escena, pozos de sombras, árboles fantasmas; el escenario tiembla y se aleja a medida que intentamos adentrarnos en él. El bosque es memoria de las desapariciones y es también cantera de donde se extraerá la materia (madera carbonizada) para la aparición del dibujo. Pero las manipulaciones de los primeros acercamientos al paisaje no se detienen allí: el artista extrae fotogramas del vídeo – muchos- como si fuera posible reconstruir secuencialmente un desplazamiento ya entorpecido, fosiliza el recorrido en la fotografía y las postales se multiplican solitarias.
La obra de Mena tiene dos maneras de moverse: el merodeo y la acción física directa. El primer movimiento está hecho de un avanzar a tientas que ampara titubeos y arrepentimientos, un razonamiento que se muerde la cola en el cuestionamiento constante de lo hecho y lo porvenir, un transitar de zonas grises y porosas como bancos de niebla. El segundo es el pasaje a la acción, la decisión que disipa nieblas e implica una cantidad de fuerza aplicada sobre un material que se sacrifica hasta el vestigio y da cuenta de sus desvanecimientos. El bosque ofrece al caminante dispuesto a perder el sendero un andar cíclico y serpentino. La trama del bosque intercepta la huida y alienta la permanencia.
Decía un verso de Jules Supervielle que somos “habitantes delicados de los bosques de nosotros mismos”. Guillermo Mena nos depara una mirada melancólica y terca como los murmullos de las cosas escondidas; un excursionista inmerso en una galería de espejos velados por capas de hollín.
Verónica Gómez
Buenos Aires, noviembre de 2018
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